En cierta ocasión con motivo de una supervisión o acompañamiento pedagógico como también se le conoce, explique a mis estudiantes del primer grado en qué consistía esa visita que nos harían. Les dije que vendrían a nuestra aula unos profesores a observar todo lo que hacíamos y que al igual como yo les evaluaba a ellos sus cuadernos, trabajos y comportamiento, estos profesores también harían lo propio con nosotros y que debían colaborar demostrando una buena actitud y disposición.
Llegado el momento los colegas supervisores comenzaron a aplicar sus instrumentos: herramientas, cuestionarios y preguntas. Pude observar que un estudiante observaba todo el proceso y en su rostro tenía dibujada una inusitada inquietud, una espacie de angustia por expresar o decir algo.
Para mi sorpresa el niño se levantó de su sitio de trabajo y se dirigió a mi escritorio donde me encontraba en compañía de los supervisores y sin más expresó lo siguiente: “maestro, por favor, déjeme evaluar…”
Mi expresión o actitud ante el inesperado evento fue de una profunda alegría ya que se demostró en la práctica cotidiana que los niños y niñas, no importando su edad o condición cognitiva están plenamente habilitados para evaluar la calidad de nuestra labor.
Al mismo tiempo me asaltó una gran decepción cuando los colegas supervisores reprendieron la conducta de mi estudiante exhortándolo a retirarse y sentarse nuevamente, desconociendo o ignorando los nuevos paradigmas que están surgiendo en evaluación y en la educación en general.
El niño o la niña tienen plena capacidad para expresar su valoración en cuanto al trabajo de sus docentes y lo hacen de una manera sincera y altamente objetiva.
Luego de esta enriquecedora experiencia constantemente les doy más participación a mis estudiantes para que actúen e interactúen en el acto evaluativo.
Llegado el momento los colegas supervisores comenzaron a aplicar sus instrumentos: herramientas, cuestionarios y preguntas. Pude observar que un estudiante observaba todo el proceso y en su rostro tenía dibujada una inusitada inquietud, una espacie de angustia por expresar o decir algo.
Para mi sorpresa el niño se levantó de su sitio de trabajo y se dirigió a mi escritorio donde me encontraba en compañía de los supervisores y sin más expresó lo siguiente: “maestro, por favor, déjeme evaluar…”
Mi expresión o actitud ante el inesperado evento fue de una profunda alegría ya que se demostró en la práctica cotidiana que los niños y niñas, no importando su edad o condición cognitiva están plenamente habilitados para evaluar la calidad de nuestra labor.
Al mismo tiempo me asaltó una gran decepción cuando los colegas supervisores reprendieron la conducta de mi estudiante exhortándolo a retirarse y sentarse nuevamente, desconociendo o ignorando los nuevos paradigmas que están surgiendo en evaluación y en la educación en general.
El niño o la niña tienen plena capacidad para expresar su valoración en cuanto al trabajo de sus docentes y lo hacen de una manera sincera y altamente objetiva.
Luego de esta enriquecedora experiencia constantemente les doy más participación a mis estudiantes para que actúen e interactúen en el acto evaluativo.
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